Catedral Metropolitana.- Un hombre de edad media acude todos los días a la Iglesia para confesarse, para el caso en que Dios decida llevárselo durante la jornada.
“Con tanta cosa, ya no sabe uno cuándo le va a tocar, por eso yo siempre procuro estar bien confesadito”, explicó.
El sacerdote que cubre el confesionario en las mañanas, al principio le llamaba la atención que el feligrés acudiera consuetudinariamente a confesarse. Conforme fue pasando el tiempo, se dio cuenta que lo único que confesaba eran menudencias, por lo que un día en plena confesión le preguntó:
-“Oye, hijo, ¿y por qué vienes todos los días a confesar cualquier cosa? En verdad, el haber visto a la vecina cuando estaba regando su jardín o el haber robado plumas de la oficina, no son pecados graves, y en todo caso, pueden esperar a qué se ‘junten’ varios de esos pecados veniales y los confieses todos juntos ¿no?”, le aconsejó con voz compasiva el sacerdote.
El hombre replicó con sapiencia:.
-“De ninguna manera, yo no quiero morir y que Dios me ha agarre sin confesar, aunque sean cosas pequeñitas. Si yo veo todos los días a la vecina cuando se agacha para recoger la popó de su perro, yo tengo que venir a que usted me lo perdone”.
Al religioso no le quedó más que aceptar que el hombre tenía un punto, y no volverá a recriminarle que acuda todos los días a confesar lo que él quiera, pues efectivamente, en cualquier momento puede ocurrirle un accidente, y Dios lo recogería sin haber confesado el haberse imaginado a la vecina a 20 uñas.
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